lunes, 29 de octubre de 2012

¿Qué está pasando con nuestros niños?


Que tan común es hoy escuchar comentarios acerca de qué les está pasando a los niños; “no sé cómo están educados hoy los niños, pero antes esto no pasaba”, “los niños de hoy en día tienen muy poca vergüenza”, “a mí de pequeño no se me hubiera ocurrido contestar así a un adulto”, etc, etc. Éstos son “simples” ejemplos que podrían ilustrar un cambio generacional tan drástico que nosotros, los adultos de hoy, no hemos sido capaces de asimilar. El cambio de la familia mediterránea, la inclusión de la mujer en el mundo laboral, el papel del educador en las escuelas, las exigencias del entorno, que dirigen a una actividad cada vez más veloz, el haber nacido en la generación tecnológica,…, son causas más que evidentes para plantearnos este “debate”.
¿Son más “malos” hoy nuestros niños?, ¿son más inquietos?, ¿están “peor” educados?, ¿quién les transmite esos valores y normas tan aclamados por los adultos?...
Los padres que acuden a consulta piden la receta mágica de cómo hago con mi hijo, y de la misma manera que los niños no vienen con las instrucciones bajo el brazo al nacer, tampoco hay una “receta”, unas pautas generales, que les permita que sus hijos “se comporten”. En muchas ocasiones nos encontramos con padres que pretender “domar” a sus hijos, empeñados en que estén una hora sentados durante una comida familiar, por ejemplo, donde el único niño es él mismo, que se aburre y busca con el movimiento una manera de mostrar disconformidad con lo que está ocurriendo a su alrededor. Lo que es motivante para los adultos no es siempre, y me atrevo a decir nunca, es motivante para los niños.

La semana pasada observé una escena que me llevó a escribir estas líneas, pues tuve la oportunidad de escuchar varios de los comentarios que he citado al inicio. Os pongo en situación: sábado por la tarde, en un centro comercial de los tantos que hay en Madrid. En uno de los pasillos mi atención se dirige hacia una familia, compuesta por los padres, una pareja de unos treinta y muchos años, con tres niños, presupongo que todos hijos suyos, y otra pareja, de unos sesenta y tantos años, abuelos de los niños, por lo que pude observar. Desde que yo pude verlos, el “grupo” iba andando de manera alborotada. Uno de los pequeños, de unos cuatro añitos, parecía ser el protagonista de tal alboroto. De vez en cuando echaba a correr, con la consiguiente persecución de la madre, mientras el padre intentaba “sujetar” a los otros dos, algo más mayorcitos. Los abuelos, por detrás, iban observando la escena, ajenos a su participación con el “grupo”, mostrando gestos de vergüenza ante la impotencia sobre el control que los padres estaban ejerciendo sobre sus hijos. El niñito en cuestión gritaba y pataleaba cada vez que la madre le daba alcance, intentaba, y en varias ocasiones lo consiguió, enganchar lo que tuviera más a mano. En una de éstas tiró un stand de estos que ponen fuera de las tiendas de perfumerías y cosméticos. El espectáculo estaba servido y los espectadores, muchos, teniendo en cuenta que estábamos a sábado por la tarde, no se quedaron sin las ganas de comentar lo que estaban observando y dando “instrucciones” por lo bajini de lo que ellos mismos harían: “un buen azote lo pondría en su sitio”, “a saber cómo serán los padres para que este muchachito así se comporte”, “esto lo hago yo de pequeña y mi padre me lo recuerda el resto de mis días para que no lo vuelva a hacer”,….
Pocos segundos de que nuestro protagonista hubiera tirado el stand, el padre engancha al pequeño del brazo y entre sollozos se lo lleva medio arrastrando. La madre se queda recogiendo los productos que estaban en el suelo sin parar de disculparse ante la empleada de la tienda. Los abuelos cogen de la mano a los otros dos pequeños. Pocos minutos después desaparece el “grupo” de la escena.

Con situaciones como estas nos habremos encontrado muchos, como protagonistas o como espectadores, haciéndonos preguntas de qué es lo que ha pasado y por qué se comporta así
ese niño. Cierto es que tendríamos que analizar dicha situación en concreto, pero cierto es también que respuestas hallaríamos.
En muchas ocasiones los padres verbalizan lo culpables que se sienten ante comportamientos de sus hijos por no ser capaces de controlarlos. No se trata de culpa, pero sí de responsabilidad. La culpa genera mucha angustia y frustración ante la impotencia de no poder “saber” generar estrategias “útiles”. El cambiar la palabra culpa por la de responsabilidad libera parte de esa angustia y con menos angustia el proceso de crianza puede sentirse de forma más placentera. Es en esos casos que la archiconocida frase "nadie nos enseña a ser padres" calza perfectamente con esta angustia.

Tenemos poco tiempo para estar con nuestros hijos e intentamos que pasen con nosotros el máximo de tiempo posible -sino parece que nos sentimos mal, que no estamos siendo buenos padres-. Nuestro niñito de la historia que acabamos de contar posiblemente llevara todo el día fuera de su casa, de compras de aquí para allá, haciendo cosas para él nada motivante, ni siquiera el haber pasado media hora en el parque de bolas del centro comercial le ha servido para liberar su disconformidad. Y tal vez se pregunte el por qué unos sí se “comportan” y otros no, y la respuesta es tan simple como que usted y yo somos diferentes, y los niños, por muy bajitos que sean, también son diferentes unos de otros, con otro temperamento, otras inquietudes, otras emociones, otras motivaciones e intereses, otras vivencias. Nosotros los adultos, como padres y como educadores, tenemos la responsabilidad de “conocer” a nuestros niños y no pretender someterlos a condiciones que no son “ajustadas” para ellos, ya sea por querer solventar el tiempo “perdido” por quehaceres de nuestra vida de adulto, ya sea por pretender que formen parte de la sociedad, tratando de que acaten normas que no son capaces todavía de entender.
Los adultos somos educadores emocionales de nuestros niños y ese niño que patalea muestra con su conducta la expresión de una lucha entre la autoridad que impone normas y límites y la naturaleza libre del niño, que percibe en cada norma un intento de control. El problema surge cuando el adulto ejerce la autoridad desde el control y la presión y no desde la empatía.

Y después de todo esto se preguntarán : ¿es posible evitar una pataleta? Sin duda que sí. La estrategia más exitosa es anticipar su aparición, es decir, evitar activamente que se desencadene. Para ello, el adulto debe estar alerta a los factores que suelen provocar esta conducta en el niño: el sueño, el hambre, el cansancio, el encierro, el exceso de abrigo, el frío, el aburrimiento, las conductas de control coercitivo, son los principales factores desencadenantes de las pataletas en niños pequeños. Por lo tanto, en vez de preguntarse cómo actuar frente a una pataleta pregúntense cómo evitarla en una circunstancia determinada.



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